Mi pueblo, El Origen de esta Pasión
Desde un rincón pequeño hacia el otro lado del mundo

General Lavalle: un pueblo donde la pasión rompe todas las barreras

A ver, imaginate esto: un pueblito rural, a cuatro horitas de la capital, con más vacas que personas y donde todo el mundo sabe tu nombre… ¿Ya te pinté el cuadro? Bueno, así es General Lavalle, el lugar que llevo en el corazón y que, como dirían los viejos, «me vio nacer y crecer».
Índice
Mi pueblo; El origen de mis sueños y gambetas
Cuando viajaba y me cruzaba con gente por el mundo, siempre salía la misma pregunta: “¿Qué haces en un pueblo tan chico?” Porque claro, para ellos un “pueblo chico” era uno con 70.000 o 120.000 habitantes. Cuando yo les tiraba el dato de que en el mío vivían 1.500 personas, quedaban más desconcertados que arquero en un penal. Aunque, ojo, que ahora somos muchos más… ¡1800! ¡Estamos en pleno boom demográfico, ja ja!
Mi respuesta a esa pregunta siempre fue simple y al hueso: vivir feliz. No pensábamos en el mañana o en si alguien iba a robarte. Dejabas el auto abierto, la bici tirada en lo de Marta, o cualquier cosa en cualquier lado, porque todo estaba donde tenía que estar. Bueno, o casi todo: si tu bici no aparecía, sabías que algún vecino la había tomado prestada para ir al banco o a lo de Orlando. No hacía falta ni preguntar; pasabas más tarde y ahí estaba.
Decir que mi pueblo es chico es quedarse corto. Acá, las noticias vuelan más rápido que las redes sociales. Las calles son de tierra, los inviernos son largos, y el fútbol es el corazón de la comunidad. El grito de un gol puede sacudir más que cualquier tormenta. Es ese tipo de lugar donde todos se conocen y, si haces algo memorable (o vergonzoso), no pasan ni cinco minutos antes de que todos lo sepan.
Pero, ¿sabés qué? Amo mi pueblo. Es simple, como ese pase perfecto que no necesita florituras. Me dio los amigos con los que jugué mis mejores partidos y los momentos más felices que recuerdo. Acá aprendí que la cancha no tiene dueño, pero los sueños sí, y los míos empezaron en esos potreros.
Mi familia, el motor que me impulsó a seguir
En mi casa, el fútbol no es solo un deporte, es como el aire que respiramos. Desde siempre, mi viejo fue el más fanático y aunque compartimos la misma pasión, somos de equipos opuestos. Él con su bandera y yo con la mía, pero hay algo más grande que nos une: Lionel Messi, el rey de reyes.
Cuando jugaba él, el tiempo se detenía. Literalmente, ni el perro se movía. Mi viejo y yo clavados en el sillón, mirando cómo ese genio hacía magia con la pelota. Era como si Messi estuviera dibujando en la cancha y nosotros, su público fiel, admirando cada pincelada.
Y ni hablar de la selección. Somos tan nacionalistas que cantábamos el himno con más ganas que los jugadores. Mi mamá que amasaba sus pizzas caseras, mis hermanos que se contagiaban a la locura de ser contemporáneos al mejor del mundo. No importaba el resultado, siempre fuimos fieles a nuestras raíces, a nuestro suelo, a nuestro futbol.
Estuvimos en las malas, alentando, gritando, sufriendo. “Ya va a llegar”, decíamos, porque en el fondo sabíamos que algún día las estrellas se iban a alinear.
Mi segunda casa, la calle
Acá en Lavalle «me crié en la calle», pero no como suena eh, ¡de la buena manera! A la mañana, iba a la escuela, y para las dos de la tarde ya había terminado la tarea. De ahí, nos íbamos con los pibes directo a la calle a armar partidazos de fútbol que duraban hasta las ocho de la noche. ¡Qué campeonatos nos mandábamos! El 25, arco a arco, penales… Y cuando no era fútbol, caían los juegos de escondidas, la mancha o la paleta. Todo se valía, pero siempre había algo en juego: perder significaba cumplir una prenda, y eso era casi tan grave como errar un penal en la final.
Cuando llegaba el verano, la cosa se ponía mejor. Mañanas en la colonia nadando y pateando pelotas y, después de almorzar, nos juntábamos a inflar bombuchas para desatar guerras épicas. Y acá viene la verdad: yo era malísimo para todo. Malo para el fútbol, malo para nadar, malo para tirar bombuchas, para todo, pero eso no me importaba. Lo que valía era estar con mis amigos, compartir risas y estirar los días hasta las nueve o diez de la noche, cuando los gritos de “¡A comerr!” nos obligaban a volver a casa.
Felicidad simple
No te voy a mentir: la vida era sencilla, pero tenía todo lo que necesitaba. Familia, amigos y un millón de recuerdos que todavía me hacen sonreír. En los momentos más difíciles, cuando como país estábamos en las cuerdas, nunca nos faltó un plato de comida, una ducha caliente o una cama donde descansar.
Esos días de pueblo me enseñaron que no hace falta tener mucho para ser feliz. Solo basta con un arco improvisado, una pelota medio desinflada y un grupo de amigos que, como yo, vivieron cada día como si fuese infinito.
La infancia: la cancha más grande de todas
Cuando tenía entre 6 y 10 años, jugaba al fútbol por inercia, sin mucha idea de lo que estaba haciendo, lo sabía por las posiciones que me tocaban. O era arquero porque faltaba el arquero, o me mandaban de defensor lateral. Y claro, casi siempre me pasaban como si fuera un alambre caído. Ni por asomo imaginaba que esos primeros partidos eran solo el prólogo de una historia que, poco a poco, se iba a ir armando.
Pero, como todo en la vida, uno crece, evoluciona, y con eso, llegan las oportunidades. Mi grupo de amigos siempre estuvo ahí, fiel a la causa, y el fútbol seguía siendo la excusa perfecta para seguir juntos, sin importar lo que pasara alrededor. Y fue en ese punto, a los 10 años, cuando algo cambió.
El DT de esa época, el “Negro Chó”, con su mirada de estratega, me mandó a jugar de 5. Era un partido complicado contra un rival que siempre nos ganaba, y encima jugábamos de visitante. El resultado fue histórico: ganamos 3 a 0, y aunque no hice goles, mi trabajo fue fundamental para que no nos marcaran. Jugué de equilibrio, siempre volviendo cuando era necesario, sin perder de vista el ataque. Al final, el “Negro Chó” se me acercó y, con su cara de satisfacción, me dijo: «Al fin te encontramos el puesto». Ese fue mi momento de despegue.
Jugar con amigos, soñar en equipo: los mejores momentos dentro de la cancha
Un tiempo mas tarde, Rodrigo, el nuevo DT, me puso de 9. Yo me volví goleador, como Palacio, y Facu, nuestro 10, era como el Riquelme de la situación: metía unas asistencias de película y encima era más rápido que yo. Él arrancaba desde mitad de cancha y, con su velocidad, dejaba atrás a 5 rivales como si nada. Yo, por otro lado, era más de los mano a mano, desbordes y piques al vacío. Mientras él hacía magia, yo estaba ahí para meter la pelota en la red.
A los 13 ya me había consolidado como capitán de mi categoría y nos tocó unirnos a otra mayor. Nunca peleábamos los torneos, la verdad, pero esa temporada, ¡oh, esa temporada! Peleamos la punta hasta el final. El equipo creció tanto que era envidiable. Teníamos a Enzo “el Galgo” en un extremo, a Facu en el otro, y yo alternando entre el 9 y el enganche, dependiendo de cómo se movían las piezas. Si Brian jugaba de 10, yo era el 9; si Brian jugaba de 5, yo me convertía en el 10, y Tadeo era el 9. Un engranaje que encajaba perfecto.
En la defensa teníamos a Chucho y El Tuti, dos caudillos que jugaban con el lema “pelota o jugador”. Y en el arco teníamos una muralla casi imposible de derrumbar. Mati “la Gata”.
Los partidos de fútbol 5: batallas épicas
No importaba de qué cuadro era cada uno, porque, fuera de eso, éramos un equipo de verdad. Todos íbamos a la misma escuela, y entre entrenamientos y partidos de fútbol 5, nos batíamos contra chicos de categorías más grandes. Esos partidos contra chicos de 18, 20, y hasta 30 años eran batallas épicas y nos forjaron como jugadores. Se armaban unos quilombos tan intensos que a veces casi terminábamos a las trompadas, especialmente Chucho, que siempre estaba al borde.
En esos partidos, Mati “la Gata”, nuestro arquero, salió a pisarla y dejó a su tío en el arco. Descubrimos ahí, algo que ya sabíamos: Mas allá de tapar penales imposibles, tenía una habilidad atlética que parecía no tener límites. No había deporte que no dominara. Si jugábamos al tejo, ganaba. Si había que jugar al Counter Strike, era el crack del equipo. Era al que más admirábamos de todos y el que nunca te decía que no a la hora de un fulbito.
Junto con él, su tío, chucho y facu formamos un equipo casi imbatible, donde de 10 partidos ganábamos 8. ¡Una verdadera maquina!
Esos años fueron inolvidables, con amigos, goles y momentos que, aunque no los haya plasmado todos aquí, siguen frescos en mi memoria como si los estuviera viviendo ahora mismo.
Primeras pruebas en equipos grandes: el sueño a un paso
Por ese entonces, después de tantas horas de entrenamientos y partidos, me sentía en gran forma física. Fue entonces cuando decidí probar suerte en Argentinos Juniors. Las inferiores del club, donde había jugado Riquelme y Maradona, habían venido a hacer pretemporada a mi pueblo durante dos veranos seguidos. Me presenté a las pruebas, y, para mi sorpresa, quedé seleccionado dos años consecutivos. Pero como suele pasar, la vida no es tan sencilla: mi familia no quería que dejara todo atrás, que me mudara solo a la gran ciudad, temían que el cambio fuera demasiado grande para mí.
En ese momento, me sentía frustrado. ¿Cómo me iban a frenar? Esa oportunidad era el sueño que había tenido desde que era niño, y no lo podía entender. Mi cabeza estaba llena de dudas, de enojo, porque sentía que mi sueño estaba justo al alcance de la mano. Pero como siempre, la vida te da sorpresas, y mi madre, que entendía lo importante que era para mí, me dio una nueva oportunidad: Boca Juniors.
Aunque al principio no quería ir, ella me convenció de que al menos viviera la experiencia. Total, ¿quién podía decir que no a probar suerte en Boca? Así que preparamos las valijas y nos dirigimos a La Candela, el lugar donde entrenaban las inferiores de Boca en aquel entonces. Cuando llegamos, la magnitud del lugar me pegó de frente: había miles de jugadores de todo el país, todos con el mismo sueño. Pero el panorama era claro: solo tenías 20 minutos para demostrar que valías la pena, todo o nada.
El partido de mi vida: un gol que valía más que mil palabras
Recuerdo ese partido como si lo estuviera jugando ahora. Fue, sin duda, el mejor partido de mi vida en ese momento. Cada pase, cada movimiento, cada decisión, salía natural. Marqué el único gol del encuentro con mi pierna no hábil y de picadita, un gol tan improvisado y a la vez tan habitual, como esos mano a mano que hacía cada domingo con mis amigos en el barrio. Ese gol fue un clic. Sentí que, por un momento, todo lo que había hecho hasta ese entonces en la cancha tenía sentido, como si todo mi esfuerzo hubiera sido por ese instante.
Al final de la prueba, nos reunieron y nos dijeron que éramos jugadores excelentes y que siguiéramos intentando. Eso es lo que me quedó claro: el fútbol no es solo cuestión de talento, sino de seguir luchando, de nunca dejar de intentarlo, aunque no todo salga como uno espera.
Cuando volví a mi pueblo, ya no era el mismo. Sabía que lo había dado todo en esa cancha, que había puesto mi corazón en cada jugada, y eso me llenó de paz. Aunque no se dio en esa oportunidad, sentí que, con esa mentalidad, si seguía trabajando, algún día podría llegar a primera en mi pueblo. La esperanza no se pierde, solo se transforma en motivación para seguir luchando.
desafiame
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En tu cancha.
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