Bahía: Primera Experiencia Internacional de Fútbol
Siendo el único argentino jugando en un equipo de futbol en Brasil

Del acarajé al baba con amigos

Fútbol, playa, comida, cultura y esa forma tan brasilera de hacerte sentir en casa y en peligro al mismo tiempo. Lo que empezó con la incertidumbre de un argentino suelto en Salvador terminó en una historia de goles, madrugones y un churrasco post-partido que todavía me hace reír.
Índice
Aterrizando en tierras brasileñas
Mi primera parada después de dejar todo atrás en Argentina fue el estado de Bahía, más precisamente en Salvador. Llegué con la adrenalina de un nene en su primer día de parque de diversiones, pero con esa cautela que te da haber escuchado mil historias de terror sobre el lugar al que vas. “¿Vos sabés a dónde te estás yendo?” “Brasil no es joda” “Salvador es la ciudad con más robos y homicidios”.
En fin, mi única respuesta siempre fue: “Qué sé yo, ya veré allá. Tampoco es que vengo de Suiza. Soy argentino y hasta hace dos semanas estaba en los barrios más pesados trabajando con mi empresa”.
Pongámoslo así: me crié en un pueblo chico donde la maldad no abunda, pero después viví cinco años en la Capital, me metí en los rincones más ocultos de la provincia y, aunque no era un experto, sabía moverme con precaución. Sabía que no tenía que andar a las 2 a.m. solo por un barrio desconocido en otro país.
Cuando aterricé en Salvador, pedí un Uber y el primer cachetazo de la humedad me pegó en la cara como si me abrazara el mismísimo sol. De golpe, todos mis miedos se esfumaron. Estaba en Brasil. Me esperaba la aventura.
Recuerdo las cañas largas a la salida del aeropuerto y las primeras favelas que vi. Era como estar en una película, pero sin saber si me tocaba ser el protagonista o el extra que aparece cinco segundos y desaparece.
Llegué al hostel en Barra, un barrio bastante seguro, y cuando me bajé del Uber me temblaban las piernas. Miraba para todos lados como si estuviera en una emboscada. Eran las 6 a.m., el hostel estaba cerrado y yo, en mi inexperiencia, ni había chequeado el horario del check-in. Gran debut en mi primera vez viajando solo.
Después de una espera no muy larga, el dueño abrió la puerta. Era un argentino que vivía ahí hace años y, por suerte, de los que vale la pena cruzarse. Porque dejame decirte que, cuando estás afuera, muchas veces los que menos onda tienen son los de tu propio país. Pero este flaco era distinto: me explicó cómo moverme, qué hacer, qué evitar.
¿Fútbol en la playa? No tan rápido…
Apenas pisé la playa de Barra, mi único pensamiento era: fútbol. Tenía que vivir ese primer contacto argentino-brasileño, un picadito, un “que no se caiga”, algo. Pero nada. Ni una pelota. Ni una baldosa gastada de tanto toque. Me sorprendió no ver a los brasileros dándole al balón en cada rincón.
Volví al hostel a almorzar y pasó un bahiano vendiendo collares. Precio inicial: 60 reales. Después de una negociación digna de una final de Libertadores, lo conseguí por 30. Me sentí el amo del regateo. “No por ser gringo me van a ver la cara de boludo”, pensé.
Semanas más tarde conocí a alguien que vivía de vender pulseras y collares. Me contó que el costo de producción era de unos 3 reales: 1,50 de materiales y 1,50 de mano de obra. Los vendían entre 40 y 50 para bajar hasta 15 si era necesario. O sea, cinco veces más de lo que costaba hacerlos. Me acordé de mi collar y me sentí estafado. Pero bueno, esto es Brasil.
Morro de São Paulo: la sorpresa más grande
Mis días en Salvador estaban contados porque mi destino final era una isla. Antes del viaje, no me molesté en googlear el lugar, ni en entrar en grupos de Facebook a leer recomendaciones. Fue la mejor decisión. No tener expectativas hizo que la sorpresa fuera indescriptible. No sabía exactamente a dónde iba, pero tenía claro que Brasil no me iba a decepcionar.
Llegar a Morro de São Paulo fue como entrar a un cuadro de postal: aguas turquesas y cristalinas, decenas de lanchas amarrando en el muelle, los Uber locales que en realidad son carretillas. Sí, carretillas. Y para llegar al centro, una subida con cientos de escalones que parecía una prueba de supervivencia. Todo era mágico.
Ahí me esperaba Milena, una chica de mi pueblo que vivía en la isla y se ofreció a hospedarme mientras buscaba un alquiler y conseguía trabajo. Llegué al mediodía y lo primero que hice fue comprar una cerveza brasilera e irme directo a la playa.
Pausa para una confesión: odio el verano, detesto el calor y no soy fanático de la playa. Pero esa playa… era otra cosa. Me alejé de la multitud, me metí al agua y no lo podía creer: ¡estaba tibia! Para alguien acostumbrado a las playas heladas del Atlántico, era un milagro.
Después de un día agotador, me duché y a la noche salí a recorrer el centro. Hablando con locales, de casualidad, conseguí trabajo en un restaurante. Era de un argentino, la paga no era la mejor, pero servía para arrancar sin tocar los ahorros.
Ahí empezaba una nueva etapa. Brasil me había recibido con los brazos abiertos, ahora era mi turno de meterle pata.
Fútbol a las 5 AM y un 7-1 para la historia
Al otro día, ya con la necesidad urgente de pisar una cancha, empecé a averiguar dónde se jugaban partidos en la isla. Un argentino me contó que había fútbol una vez por semana en la cancha principal, pero con un detalle no menor: se jugaba a las 5 de la mañana. A las 8, el calor era insoportable, así que el madrugón era obligatorio.
A las 4 AM ya estaba despierto, desayunando y armando el bolso. Llegué a la cancha y me encontré con la mejor y la peor noticia al mismo tiempo: ese día tocaba Argentina vs. Brasil.
Yo lo tenía claro, en la playa o en espacios reducidos la cosa se empareja, pero en cancha de 11, si el rival es superior, no hay milagro que valga.
Y así fue. Nos comimos un 7-1 de manual. Lo bueno es que metí el único gol de nuestro equipo, de picadita. Si algo van a notar en mis historias, es que mis goles son siempre de picadita. No es para hacerme el poeta del fútbol, es la realidad. Defino así porque me gusta la estética del gol, aunque eso signifique errar más de lo que meto.
Este es un tema recurrente con mi amigo el profe, que es de los que prefieren asegurar antes que embellecer. Yo, en cambio, creo que un gol sin belleza es como un asado sin chimichurri: cumple, pero no emociona.
Además del gol, hice un partido excepcional. Corrí, metí, me fajé con todos. Porque si el rival es más talentoso, la única opción es el cuchillo entre los dientes.
Los laterales eran tipos de más de 50 años que corrían como si tuvieran 20 y salían jugando como si estuvieran en Old Trafford, aunque la cancha era puro potrero. Los centrales eran altos, duros, morrudos. Y del medio para adelante… mejor ni hablar. Si los defensores eran cracks, imaginate los delanteros.
Ante tanta diferencia de nivel, hice lo que mejor me sale: meter. Me tiré al piso, fui a cada choque sin importarme si el otro medía 1,90 y tenía espalda de acero. Le metí a todo lo que no tuviera mi misma camiseta. Al menos forcé el único gol, pero el resultado me dejó con bronca. ¿7-1? Un poquito exagerado, muchachos.
La invitación que cambió todo
Después del partido, se me acercó Mauricio, uno de los brasileros, y me hizo una propuesta inesperada: sumarme a su equipo para un torneo relámpago contra comunidades aledañas. Y después, si todo iba bien, jugar una especie de clásico interfavela contra otra ciudad.
Ni lo dudé. A la semana siguiente ya estaba jugando con ellos. Siempre se reunían el mismo día, a la misma hora. Uno llevaba las camisetas, otro las pelotas y otro, lo más importante, una heladerita (bastante grande) con hielo y decenas de cervezas para después del partido.
A mí me parecía demasiado alcohol para las 8 AM, así que me llevaba mi agua de coco y mantenía la compostura.
El encargado de las camisetas las acomodaba en el piso, elegía los equipos y cada uno agarraba la suya. Me tocó la 11. Y no es por agrandarme, pero en Brasil la 11 es Romario, es Neymar, es puro jogo bonito. Un buen augurio.
Jugamos varios partidos hasta que llegó el día del torneo.
La cancha era una fiesta: puestos de comida, gente por todos lados, camisetas de todos colores y, por supuesto, mucha cerveza. Se respiraba fútbol en el aire.
El torneo, los penales y el efecto Maradona
Ganamos el primer partido 3-2. No brillé, pero metí un digno 7 puntos. Y ahí me enteré de un detalle clave: el torneo era a eliminación directa. Perdés, te vas.
¿Adivinen cómo lo supe? Sí, en el segundo partido quedamos afuera.
Habíamos dominado todo el juego, íbamos 1-0, pero erramos muchos goles y, en Brasil, “quem não faz, leva”. Nos empataron sobre el final y forzaron los penales.
A mí me tocaba patear cuarto. Hasta ese momento, mis compañeros habían metido dos y uno había fallado. Los brasileros, en cambio, venían perfectos.
Y ahí pasó algo extraño. Ese día había muerto Maradona. Yo pensé que en Brasil habría cierto respeto, pero no. Cuando caminé hacia el punto de penal, los rivales se me cruzaban gritando:
“Maradona, Maradona”
“Maradona se fue”
“Vas a errar, Maradona”
Siempre fui de patear penales. En los torneos de barrio era el encargado, nunca había errado. Hasta ese día.
Pateé cruzado, media altura, no tan esquinado. El arquero, que se movía de lado a lado como si estuviera poseído, adivinó y atajó.
Mauricio, el mismo que me había invitado a jugar, se me acercó y me dijo:
“Não tem problema, mas na próxima procura ajustar o seu remate.”
Me explicó que nunca había que patear a media altura, siempre arriba de todo o abajo. “Es mejor tirarla afuera que dársela al arquero.”
Parecía un gran consejo. Pero entonces llegó su turno.
Mauricio se paró frente a la pelota, tomó carrera… y la pateó A MEDIA ALTURA.
Y sí, se la atajaron. Eliminados.
Más que fútbol
Más allá del resultado, fue una experiencia increíble. Pude meterme de lleno en la cultura futbolera brasilera, entender su forma de jugar, de vivir el fútbol. Acá no es solo un deporte, es un ritual.
La semana siguiente seguimos entrenando, pero esta vez con un objetivo más grande: el Intercomunidade, un torneo ida y vuelta que nos iba a hacer salir de la isla y viajar hasta Gandu.
Ahora sí, se venía lo bueno.
El viaje, la batalla y el churrasco: una experiencia 100% brasilera
Nos levantamos temprano, agarramos una lancha rápida y después una combi que nos dejaría en Gandu, donde jugaríamos en el Estádio Municipal Ângelo Magalhães-Macaxeirão. En el viaje, entre risas y mate, sonaba funky brega bahiano, un ritmo lleno de tambores que marcaba el clima de la jornada.
Al llegar, la gente nos recibió con mucha buena onda, algo que no siempre pasa en el fútbol. Brasil es así: te quieren adentro y afuera de la cancha, pero en el medio te hacen la guerra.
Rápidamente nos fuimos a cambiar. Nos esperaba un partido durísimo.
El césped estaba impecable, parecía un billar. Me dieron la 11 otra vez, pero esta vez no jugué de extremo izquierdo, sino de volante por derecha.
Pura intensidad desde el arranque
Antes de empezar, nos tomamos de las manos con los rivales y rezamos juntos. Un ritual que no había visto antes, pero que sumaba al respeto previo a la batalla. Cuando el árbitro pitó, no dudé en presentarme en el partido: le metí un cuerpazo a un rival para dejarle en claro que no la iba a tener fácil. Todo legal, pero con mensaje.
Arrancamos dominando, empujando al rival contra su propio arco. Nos pusimos en ventaja temprano y decidimos bajar el ritmo, obligándolos a salir y dejando espacios para liquidar de contra.
El partido era una final. Los brasileros juegan muy bien, pero también meten y se quejan por todo. Hubo uno que solo se dedicó a pegarme. Yo no dije nada, pero cada golpe se lo devolví más fuerte.
Él gritaba y protestaba, pero yo sabía que en la vuelta me tocaba otra vez.
Nos empataron de pelota parada con un centro al segundo palo y, con el envión anímico, nos dieron vuelta en un santiamén. Nos fuimos al descanso 2-1 abajo.
El penal atajado que cambió todo
El DT metió mano, sacó al 9, metió un enganche y al que ya estaba ahí lo mandó de delantero. Seguíamos intentando sin éxito, pero dejábamos huecos atrás, y en una contra nos cobraron penal.
Nuestro arquero, que se estaba luciendo, explotó:
“Eu vou pegar esse pênalti, mas pô, bora fazer o gol, rapaziada! Vocês estão de brincadeira!”
Se lo veía seguro. Y lo atajó. Nos mantuvo con vida. Ahora nos tocaba a nosotros compensarlo.
El 3-2 en la última jugada
Seguimos empujando y en una atropellada al área, una pelota quedó boyando en el segundo palo. Intenté una volea en el aire, pero no le di de lleno y la pelota salió mordida, desviándose hacia el otro lado del arco.
Por suerte, justo estaba el enganche jugando de 9 y solo tuvo que empujarla.
2-2. Quedaban 10 minutos.
Los rivales no querían saber nada. Cada pelota que les caía la reventaban. Así se fueron consumiendo los minutos.
El árbitro adicionó 4 más y ellos empezaron a jugar con la posesión, haciendo correr el reloj. Hasta que la pelota vino a mi zona.
Fui con todo a presionar, la robé y se la pasé al enganche, esperando la devolución. Pero él decidió recortar para el medio, levantar la cabeza y meter un pase quirúrgico entre líneas.
El 9 quedó solo, la defensa pedía offside, pero no había caso. Mano a mano con el arquero.
Y ahí, en modo Ronaldo fenómeno, se la picó con una clase tremenda.
GOOOOOL. 3-2.
Corrimos todos a abrazarlo. Los rivales se le fueron encima al árbitro, pero no había nada para hacer. El gol era válido.
Sacaron del medio y el árbitro pitó el final. De película.
De la guerra al churrasco
Me cambié rápido, listo para subirme a la combi y volver a la isla. Pero mis compañeros me frenaron y me llevaron hacia la zona de parrillas. No lo podía creer: había un churrasco entre ambos equipos.
Hace 10 minutos el número 4 me estaba pegando patadas desde atrás y ahora me estaba llenando el vaso de cerveza. Así es Brasil: adentro de la cancha te matan, afuera somos todos hermanos.
La comida era un festival: carne, frango, salchicha, arroz, feijão, farofa de banana, melancia, melón, abacaxi, naranja, lima, banana, pan. Y para beber… whisky, vodka y muchísima cerveza.
Las mujeres de los jugadores me llenaban el plato cada vez que me veían sin comida, y los hombres hacían lo mismo con la cerveza.
Era automático: hablaba con alguien, terminaba la birra, y ya aparecía otro llenándome el vaso.
Entre charlas, risas y baile, el ambiente se descontroló. Muchos se fueron para el “baile do paredão” (si no saben lo que es, mejor busquen en Google, jajaja).
Yo, con la dosis justa de cerveza en el cuerpo, me subí a la combi y volví a la isla. Llegamos de noche y tenía que trabajar, pero el mareo de la cerveza y la lancha me hicieron tomarme el día.
Fue una de las experiencias más reales que viví. Junto con lo que experimenté en Río, jugando en una favela pacificada, esta fue otra prueba de que el fútbol en Brasil es más que un deporte: es vida.
La vuelta la jugamos en la isla 2 semanas mas tarde. Fue un partido sin sobresaltos pero me llevé un sombrerito al crack de ellos y ganamos 1 a 0. El gol? Quien les escribe.
Despedida a lo brasilero: fútbol playa y un nuevo destino
Después de semanas jugando siempre el mismo día y a la misma hora, llegó el momento de despedir el fútbol en la isla con un torneo de fútbol playa.
Cuando la temporada alta arranca con todo, el fútbol pasa a un segundo plano. Todos se enfocan en el trabajo, y los partidos suelen volver después del verano.
Fui al torneo con la idea de divertirme, aunque mi lado competitivo siempre quiere ganar. Pero hay que ser realista: los brasileros son reyes de este deporte. Me pasó lo mismo en Balneario Camboriú, cuando jugué futvoley con un amigo local. Son tan buenos que, a veces, lo mejor es mirar desde afuera para no estropear el juego.
Al día siguiente, tenía que viajar. Sabía que si el fútbol terminaba en la isla, yo no tenía nada más que hacer ahí.
Mi próximo destino: Itacaré.
Un conocido argentino vivía ahí, a un par de horas de donde estaba yo, y decidí ir a visitarlo.
Apenas llegué, lo primero que hice fue preguntarle:
”¿Dónde se juega al fútbol acá?”
Había jugado un torneo el día anterior, pero no me importaba. Cada ciudad es un desafío.
desafiame
Es tu turno.
En tu cancha.
Animate.
y se aplican la Política de Privacidad y Términos del Servicio de Google.
DESAFÍO RECIBIDO
¡Gracias por tu propuesta!
Me contactaré con vos a la brevedad
para hacer posible este encuentro.
