Más Fulbo · x América · Brasil · Febrero, 2025

Itacaré: El picado, el de las zapatillas y la ley del barrio

Destronando al rey de la pista

Escapada futbolera por el nordeste

Apenas llegué a Itacaré, lo primero que hice fue buscar un fulbito. Ya había jugado un torneo el día anterior, pero no me importaba. Para mí, cada ciudad es un desafío, una nueva cancha donde dejar marca.

Un amigo argentino que vivía ahí me tiró la data: “A las 18hs, en el centro, hay un picado en una cancha de cemento”.

Listo, plan armado. 

Concentrando para el partido

Como tenia tiempo de sobra, me mandé a recorrer las playas y hacer unas trilhas, esas caminatas por la selva donde parece que el mundo se apaga y al final del camino te esperan unas postales que parecen irreales.

Después de una buena bronceada y litros de agua de coco, volví con una sola cosa en la cabeza: encontrar ese fulbito.

Cuando llegué, el partido ya había arrancado, así que me senté a observar y lo primero que noté fue que todos jugaban descalzos, pero había uno… uno solo… que estaba en zapatillas.

Me llamó la atención y me quedé mirándolo. Jugaba fuerte, sobrador, y lo peor: ganaba todos los partidos.

Pisando fuerte en rodeo ajeno

En 20 minutos, su equipo había ganado cuatro partidos seguidos. Nadie los sacaba. Había tres equipos, partidos a dos goles o diez minutos. Y él, con su aire de dueño de la cancha, imponía su ley.

Después de 20 minutos viendo cómo su equipo pasaba por arriba a los otros, un pibe que me vio inquieto me preguntó:

—¿Querés jugar?

No había terminado de decir “¿querés?” que yo ya estaba sacando del medio.

Tenía dos objetivos: bajar al equipo invencible y acomodar al de zapatillas. 

Arrancamos. Sacan ellos, tocan para acá, para allá, y el de zapatillas arranca por la izquierda. Salgo a cazarlo. Lo alcanzo, le meto la pierna (con un poco de tobillo incluido y el codo en la espalda) y le saco la pelota.

—Jugá tranquilo —me dice.

—Sacate las zapatillas, cagón de mierda —le respondo.

Par de asistencias y a la cucha

El partido se volvió trabado. Cerramos bien atrás y apostamos al contragolpe. Robo una en el medio, engaño a uno, a otro y me voy solo. Pero antes de definir, ¡pum!, me bajan de atrás. Tiro libre. Me perfilo, pero veo a un compañero solo en la izquierda. Pase, bombazo inatajable, 1-0.

El equipo de zapatillas ya no era el mismo. Se les notaba. La cancha pesaba, el aire faltaba y la confianza se evaporaba. Se transformaron en lo que antes destruían. 

En otra jugada, robo por derecha, juego una pared, me la tiran larga y llego justo antes de que salga. Centro atrás, gol. 2-0.

Fin del reinado.

Casi termina a las manos

Ahora mi equipo era el que nadie podía sacar. Ganamos dos más seguidos hasta que los de afuera armaron un equipo con lo mejorcito de los dos rivales que veníamos bailando.

Y el de zapatillas… seguía con las zapatillas.

Empieza el partido y se nota el cambio. Ellos frescos, nosotros con las piernas de plomo. Nos meten el primero y se les encienden los ojos. Miro a mis compañeros y les digo:

—¿Ganamos el último?

—Bora.

El partido se convirtió en un ida y vuelta tremendo. Palos, atajadas, patadas bien puestas. Lo empatamos gracias a un crack de los nuestros, pero el segundo gol no entraba. Hasta que un adulto cortó la historia:

—Bueno, ya está. Cada uno para su casa antes de que esto se ponga feo.

Nos dimos la mano y todo quedó en la cancha. Mientras caminábamos, los pibes me preguntaban de dónde era, qué hacía ahí y cuánto tiempo me quedaba. Me invitaron a jugar la próxima semana, pero les dije que no podía.

El destino me llamaba. Próxima parada: la capital del fútbol. Río de Janeiro.

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